La madre de la fotógrafa Poulomi Basu, viuda, no puede vestir de color rojo. En la India, el país donde nació Basu, el rojo simboliza la pureza y el pecado y también se usa para marcar las ocasiones felices. La cultura tradicional hindú dicta que las viudas solo pueden vestir saris de tela blanca —el color del luto y de la muerte— durante el resto de su vida. Además, se les prohíbe asistir a celebraciones o volver a casarse.
En los 16 años que han pasado desde la muerte de su padre, Basu, de 33 años, ha convencido a su madre para remplazar sus saris blancos con telas de colores más vivos, pero todavía no viste de rojo ni de rosa. Basu ha conseguido cambiar el rumbo de una tradición represiva en la vida de una de las personas más importantes de su mundo: su madre. «Empieza una por una», así explica Basu su enfoque sobre cómo generar cambio.
«A medida que crecía, me di cuenta de cómo se usaban las costumbres y las tradiciones como fuerzas para someter y controlar a las mujeres», y esto incluye el uso del color, explica.
En su serie A Ritual of Exile, Basu estudia el rojo como color relacionado con la sangre de la menstruación. Su objetivo a largo plazo es contribuir a poner fin a la arraigada práctica hindú del chaupadi, que aísla a las mujeres con la regla y las sitúa en un ciclo normalizado de violencia perpetuada por la costumbre, la tradición y la religión.
Su obra, fotografiada en Nepal, revela las situaciones extremas que las mujeres en regiones rurales soportan durante una semana al mes durante los 35 o 45 años de su ciclo menstrual. Las mujeres son expulsadas de sus casas, ya que se las ve como impuras, intocables y con el poder de provocar desastres para las personas, el ganado y la tierra cuando sangran. Algunas se quedan en cobertizos cercanos, mientras que otras deben viajar a 10 o 15 minutos de sus casas a pié, atravesando densos bosques para llegar a pequeñas cabañas aisladas. Durante su exilio, las mujeres se enfrentan a —y frecuentemente mueren por— las altas temperaturas, la asfixia por los fuegos que encienden para mantenerse en calor durante el invierno, el veneno de las cobras y las violaciones.
Basu comenzó su proyecto en 2013, visitando Nepal una media de dos semanas al año. Es difícil acceder y suele depender de guardianes como los maridos, las suegras, las profesoras y de las mujeres temporalmente marginadas. Basu, que tuvo que caminar entre seis y ocho horas sobre terreno montañoso para llegar a las aldeas donde tiene lugar el chaupadi, ha tenido tiempo para reflexionar. «No podía creerme cuánto dolor había en esa belleza y ese paisaje que asociamos a la libertad, la aventura y la evasión», explica. Para Basu, el elevado y turbulento paisaje rural de Nepal —ya sea un brillante cielo lleno de estrellas o las nubes de una tormenta inminente— ha llegado a simbolizar el dolor que sufren las mujeres de allí.
«Mi trabajo es muy silencioso porque gran parte tiene que ver con la lucha silenciosa y la protesta silenciosa» que acompañan a la opresión de las mujeres en una sociedad patriarcal, señala Basu.
Basu piensa en la historia de Lakshmi, una mujer de unos 30 años con tres hijos. Su marido la dejó hace cinco años y nunca regresó. Pero Lakshmi va obedientemente al exilio cuando tiene la regla. Su suegra se lo impone. Lakshmi se ve obligada a llevarse a su hijo con ella al remoto páramo.
A continuación, cuenta la historia de una profesora de escuela, una de las pocas mujeres que conoció en las aldeas que no practicaba el chaupadi. Cuando su mejor amiga murió después de que la violaran en el exilio, su marido apoyó su decisión de abandonar la tradición. A fin de cuentas, para Basu este fue un momento alentador en la historia del chaupadi.
Una de sus imágenes favoritas muestra a Chandra Tiruva, de 34 años, y a su hijo, Madan, de 2 años, compartiendo una cabaña con Mangu Bika, de 14 años. Las mujeres que practican el chaupadi al mismo tiempo duermen la una cerca de la otra. «Es un momento muy tierno», afirma Basu. «Aún en el exilio, el niño busca el pecho de la madre. Es un momento de paz y amor dentro de ese espacio».
Basu sabe qué se siente cuando otros toman decisiones por ti y la ira y la frustración que provoca. «No se me permitía entrar en una cocina cuando tenía la regla y las festividades religiosas me estaban prohibidas cada vez que sangraba», recuerda.
También está familiarizada con la fuerza de una madre que hace todo lo que puede para ayudar a su hija a salir de un ciclo de sufrimiento e injusticia. Tras la muerte de su padre, el hermano mayor de Basu, bastante conservador, se convirtió en el cabeza de familia. Basu decidió irse de casa y, con la inesperada ayuda financiera y el apoyo de su madre, se trasladó a Bombay. Este fue un importante catalizador para la vida libre de limitaciones tradicionales que lleva ahora. «No mucha gente tiene la alternativa que yo tuve», admite Basu. «Si [mi madre] hubiera llorado y se hubiera derrumbado y hubiera dicho que no podía irme, no me hubiera marchado».
En sus fotografías, Basu reconoce la conexión emocional que establece entre sus propias experiencias y las madres que protegen por instinto a sus hijos en circunstancias extremas.
Aunque el Tribunal Supremo de Nepal declaró ilegal el chaupadi en 2005, las mujeres a quienes fotografía Basu han sido educadas para aceptar la tradición sin protestar. Pero mantener la boca cerrada no implica que hayan aceptado el chaupadi para sus hijas. Unas cuantas han preguntado a Basu de forma clandestina: «¿Te llevarías a mi hija? Llévatela a la ciudad contigo. Llévatela, corre».
El camino hacia la revolución no es fácil, afirma Basu.
https://www.nationalgeographic.es/historia/2018/02/la-arriesgada-vida-de-las-mujeres-desterradas-por-menstruar-en-nepal
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